La Supervía, el Metrobús y la “participación ciudadana”

Tal vez el diseño de las políticas públicas sea una ciencia capaz de calcular matemáticamente la eficiencia de las diferentes opciones de gobierno frente a problemas concretos, pero su implementación no es otra cosa que el viejo arte de la política. Toda acción gubernamental tiene consecuencias distributivas; no hay políticas neutras, por lo que siempre habrá quien salga perdiendo con una obra o con una regla impuesta desde el Estado.
Por eso, para que se pueda gobernar sin una utilización excesiva de la fuerza que reduzca con violencia las resistencias a la acción estatal o inhiba las protestas por medio del miedo, se requiere la legitimidad de la acción estatal, lo que en una democracia dan, de entrada, los votos, aunque constantemente se habla de la importancia de la participación ciudadana, de la necesidad de que la gente se involucre en los asuntos de su comunidad. Se dice comúnmente que para que una democracia sea de buena calidad se requiere que la población se movilice frente a los temas que los afectan. Pero ¿qué es exactamente eso de la participación ciudadana? ¿Hasta qué punto son legítimos en una democracia los actos de resistencia particularista a una política pública de beneficio amplio? No son preguntas fáciles de responder de manera unívoca.

Dos acciones del gobierno de la ciudad de México han desatado recientemente actos de resistencia de pobladores que se consideran afectados por las obras. Por una parte, grupos de vecinos de la colonia Narvarte reclamaron que se fuera a mochar el camellón de Diagonal de San Antonio por las obras del Metrobús, mientras que en otros rumbos los expropiados por la pomposamente llamada Supervía y otros opositores a la obra se manifestaron con acciones de resistencia, se les ofreció negociación y al final el gobierno siguió con sus planes sin alterarlos y recurrió a la fuerza pública para doblegar la oposición. Las críticas no se han hecho esperar y las acusaciones de autoritarismo se han desbordado con exceso retórico.

Frente a cada una de las dos obras tengo diferente opinión. La Supervía, como toda obra que se piense para abrirle paso a los coches y que utilice pasos a desnivel, con sus efectos destructivos del tejido urbano, me parece un despropósito. Se trata de una solución anticuada y que ha probado su inutilidad. En las ciudades europeas se está recorriendo el camino contrario: se están eliminando los pasos elevados, destructores de la ciudad integrada. Estuve hace poco en Madrid, ciudad en la que viví pero a la que no volvía desde hacía 12 años, y me encantó ver que en la avenida donde tuve mi casa más de tres años habían eliminado el puente de concreto que la afeaba y en su lugar se podía apreciar una agradable perspectiva con la antigua glorieta en su sitio y un túnel en sustitución del paso elevado. También la M 30, su periférico, ha sido enterrada. Pero lo más notable es que ahora el Metro de Madrid tiene el doble de kilómetros que cuando yo vivía ahí y la red de tren de cercanías cruza la ciudad y transporta con eficiencia a la mayoría de los pobladores de los alrededores.

En cambio, aquí se ha seguido empecinadamente con las obras de superficie para automóviles, en lugar de resolver los entuertos del tráfico con opciones de transporte público de calidad. La Supervía es una solución para que los del Pedregal puedan ver sus negocios de Santa Fe sin atascos de tráfico y para que los ejecutivos de las empresas que viven en el sur no sufran el tráfico de un desarrollo mal hecho, diseñado, por cierto, en los tiempos de regente del mentor político del actual jefe de Gobierno. Para que no quede duda, va a ser de cuota.

El Metrobús, en cambio, me parece el tipo de solución adecuada: transporte de calidad confinado, aunque no deja de ser un paliativo respecto a la necesidad de ampliar la red del Metro, del que sólo se construirá una línea más en este gobierno, para nada desdeñable.

El asunto es, sin embargo, cómo tratar a las resistencias en general, con independencia de la simpatía o antipatía que nos provoque su causa. La proverbial falta de legitimidad de la utilización de la violencia estatal para resolver los actos que afectan a terceros ha llevado a que la ciudad se paralice con acciones de grupos minúsculos y que proyectos importantes se atasquen por la acción vecinal.

¿Qué se vale y qué no en la relación entre el gobierno y los grupos que resisten sus políticas? En buena medida, se trata de una relación de fuerzas, pero en una democracia debe haber consideraciones legales y de consenso. Las políticas públicas no se pueden detener por la resistencia de un pequeño grupo afectado de manera particular, pero bien harían los gobiernos democráticos en considerar desde el diseño de las políticas la negociación con los grupos afectados, y no esperar a que se desate la resistencia. Por su lado, los actos de resistencia pueden evitar errores garrafales, de los que esta ciudad ya ha sufrido miles, como cuando se destruyeron sus camellones arbolados para abrirle paso a los coches con los ejes viales, pero también pueden ser actos de defensa de intereses privativos, como los de los dueños de microbuses contra el Metrobús. Lo dicho: no hay acciones neutras ni el bien común existe como un objetivo claramente definido.

Politólogo e investigador de la UAM

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